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Llegamos a Mercedes por recomendación de la psicóloga que estaba tratando a nuestro hijo. Recuerdo que en el primer encuentro trasladé a Mercedes mi escepticismo, porque no era capaz de entender el mecanismo por el que un niño de tres o cuatro años podía extrapolar lo que aprehendía de unos juegos en un contexto controlado y completamente distinto de su cotidianidad, para aplicarlo a su vida diaria, a la forma en que se relacionaba con cuantos le rodeaban.

Creo que a día de hoy todavía no lo comprendo en toda su dimensión. Supongo que, en general, atribuimos al aprendizaje una connotación fundamentalmente racional y dejamos de lado o, al menos, no le concedemos una dimensión tan profunda como al desarrollo intelectual, mucho más sistematizado y reglado. Quizás de ahí se deriven los prejuicios que hasta entonces yo había mostrado hacia la psicología. No obstante, nos pusimos en sus manos, confiando en el criterio de quien nos la recomendó, sabiendo que nuestro hijo tenía un problema al que nosotros no éramos capaces de dar solución.

No hicieron falta más que un par de sesiones para que mi escepticismo desapareciera. En seguida comenzamos a observar cambios en él. Cambios muy notorios y positivos, de refuerzo de su confianza, de su seguridad, de su capacidad para afrontar las barreras y los miedos que hasta entonces le habían bloqueado hasta extremos preocupantes. Y con ello pudimos observar cómo, poco a poco, empezó a generar una relación mucho más natural y fluida con su entorno, superando temores que, unos meses atrás, nos habría parecido impensable que pudiera afrontar. Todo un proceso que, de forma paulatina, le ha permitido ser mucho más feliz.

Y, precisamente, de eso se trata: nuestro hijo hoy es feliz. Tiene los mismos problemas que pueda tener cualquier niño normal. Ni más, ni menos. Y los afronta con la misma normalidad que el resto de sus compañeros y amigos. Es feliz. Tan feliz como pueda serlo cualquier niño. Y en ello, sin duda, tiene mucho que ver el trabajo que realizó Mercedes. No se me ocurre nada mejor que decir de alguien.

Curro, padre de Teo.

Cuando vi los resultados de las sesiones de Mercedes en el hijo de mi primo, tuve claro que la psicomotricidad sería una asignatura obligada para mi propio hijo. Mi primo no daba crédito a la evolución de su hijo, solamente tras las primeras sesiones, a las que acudió sin convicción alguna por indicación de la psicóloga del centro; de ser un niño retraído que prefería jugar solo en un rincón, pasó a adquirir confianza en sí mismo y a relacionarse con los demás en sus juegos.

Mi hijo mayor empezó a andar pronto sin haber gateado antes, y yo creo que es por eso que sus caídas eran muy habituales y casi siempre sin parar los golpes. El pobre siempre llevaba la frente llena de chichones… Por eso tenía claro que le sería de gran ayuda acudir a las sesiones de psicomotricidad, un espacio en el que de manera lúdica ejercitara mejor su cuerpo. En las sesiones, él “se podía probar”, ya que el material hace muy segura la práctica de saltos, deslizamientos, etc.

Para mis propios hijos las sesiones han supuesto un espacio en el que relacionarse y en el que probar sus posibilidades de una forma divertida y fuera de peligro.

Clara, madre de Albert y Pau.

Somos padres de una nena de cuatro años y decidimos que a los dos años fuera a psicomotricidad con Mercedes para que durante unas horas a la semana se encontrara en un espacio seguro y estimulante en el que dar rienda suelta a todas sus ganas de moverse, de saltar, empujar, escalar, tirar, rodar, subir, bajar y afianzara con ello sus logros de movimiento, sintiéndose cada vez más autónoma y segura.

Al ver que lo que esperábamos se producía y la alegría que le dan las clases con Mercedes, su hermano ha empezado a recibirlas con año y medio.

Recuerdo especialmente cómo, en una clase abierta, subida a lo alto de cuatro colchonetas nos miró orgullosa antes de lanzarse a la colchoneta que la esperaba enfrente en el suelo.

María, madre de Una y Pol.

Tania, nuestra hija, era un poco miedosa en las actividades «físicas». Eso se le notaba tanto jugando como en los parques, atracciones, etc. También era un poquito patosa. Pensamos en apuntarla a psicomotricidad por ambas razones. En resumen, se lo pasó muy bien. Tanto, que decidimos seguir con ello después de la guardería.

Hoy en día Tania tiene 7 años y sigue siendo precavida, es su carácter, pero lo justo. Tiene mucho más control sobre lo que puede hacer o no y es una de las mejores de su clase en las actividades físicas. Pero lo más importante es que disfruta haciendo estas actividades y ha olvidado completamente los miedos que le impedían hacerlo.

Salva, padre de Tania.

¡Enhorabuena, Mercedes, por tu página web! ¡Ah, y de paso, ya que estoy aquí, agradecerte de nuevo tu magnífico trabajo!

Lo mío es que ha sido diferente. No buscaba una maestra de psicomotricidad, ni sabía de qué iba todo esto. Has sido tú la que me encontró, has sido tú la que al reparar en los grandes e infructuosos esfuerzos que hacía para despertar en el niño el interés hacia el mundo que le rodeaba y ayudarle en el proceso de maduración y de adaptabilidad, me ofreciste tú ayuda.

En un principio me negué, es cierto, pero tras pensarlo un poco más… total, no perdía nada, quizás ganaba algo. Y, desde luego, nada más ver los resultados, me atreví a pedirte, esta vez yo, que me ayudarás también con la niña. La petición fue aceptada y tras un año de cursos individuales están hechos todo unos críos extrovertidos, sociables y muy amables

¡Decir que eres la mejor, es quedarme corta! ¡¡¡Gracias por hacer maravillas con mis hijos!!!

Micaela, madre de Roberto y Ana.